Ἀπόλλων no es el dios del Sol, tampoco lo era para los
helenos. Apolo representa la peste, la plaga y la epidemia, pero también la creación
y la vida. Es una antítesis y como toda entidad compleja, con el paso del
tiempo cobró cada vez más significado hasta que, hacia comienzos del primer milenio,
acabó acaparando la figura de Helio, el dios del sol.
Es curioso porque hay, en el panteón, figuras que
representan las mismas fuerzas que Apolo encarna. Para ser tutor de las Artes, están
las Musas; para ser dios de la salud, tenemos a Asclepio; para dios de la destrucción,
está Hades.
La novedad es que Apolo es el dios oracular por excelencia y
el dios de la armonía. Y es que hay en el ciclo de creación y destrucción una evidente
armonía de fuerzas -que en el 98% de las veces se salda con la extinción- evolutivas.
Apolo tiene un origen que dista de poder considerarlo “el
más griego de los dioses”, hay referencias bíblicas que lo identifican con el
demonio o con otras deidades de Medio Oriente.
Aunque sólo sea una aproximación sin base científica, intentemos
devolverle, como a otros Olímpicos, su aspecto original.
Padre de Asclepio, Apolo es el dios de la curación. En sus
manos la vida se debate entre la sanación y la destrucción.
También es el dios de la adivinación por antonomasia. El
dios oracular que acerca el futuro a los ciegos ojos de la humanidad.
Y por último, está en la naturaleza de todo lo constructivo
que hacemos: en la belleza que engendramos, en la armonía que conseguimos,
apadrinando los pasos hacia la luz, alejando la muerte y la destrucción. Apolo
es un camino de luz.
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