Volvimos del mercado y tenemos todo a punto para preparar la
cena. Nuestro invitado está a punto de llegar. Las almohadas mullidas y las sábanas
limpias, tendidas, le ofrecen un lugar acogedor para descansar.
Luego de compartir la comida y la bebida, haremos gala como
anfitriones de buenas maneras y acompañaremos el postre con buena conversación.
Nuestro invitado suele ser un viajero desconocido, pero nuestro
objetivo no es otro que hacerlo sentir cómodo y en casa por una noche. Así
celebramos uno de los plenilunios más hogareños: Hestia, la diosa del hogar. Y
compartimos con ella o con él, lo afortunados que somos de haber construido
uno.
Según dicen, un dodecateísta puede ser ambicioso y
competidor, pero no puede ser un mal anfitrión. Saber dar refugio a quien lo
necesita es uno de los pocos preceptos que un helenista ha de cumplir a
rajatabla.
La despedida de nuestro invitado debe llenarlo/la de deseos
de no irse.
El hogar y Hestia se visten de gala y pulcritud para esta
fiesta. Reconocer la importancia de un lugar propio y “nuestro”, agradecer a
los dioses el tenerlo y conservarlo, es parte del ritual y la meditación de
esta luna llena.
Hestia es la modesta encarnación del refugio en el cual
crecemos, nos desarrollamos y envejecemos. Algo tan elemental como esencial:
tener ese espacio.
La vela de Hestia no se apaga en los siguientes 28 días, iluminando
las de por sí calientes noches de verano. Tenerla, compartirla -al menos por una noche- es una obligación
a la que accedemos de buena gana entre las voces de los invitados.
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